Solo en el primer año desde los atentados las denuncias que recogió el FBI por crímenes de odio contra musulmanes aumentaron un 1.600%
Los musulmanes son un grupo fácil de sacrificar para cualquier político
«¡Vuelve a tu país!». La primera vez que Cyrus McGoldrick escuchó este grito por la calle se quedó sorprendido. Nacido en Rhode Island y residente en Nueva York, con padre estadounidense de origen irlandés y madre iraní, el director de derechos civiles del Consejo de Relaciones Islámicas – Americanas (CAIR) en Nueva York no tiene más país que EE UU, y hasta ese momento no sospechaba que pudiera repudiarlo.
La clave de su repentina extranjerización estaba en el ‘kufi’ que llevaba en la cabeza, un gorro musulmán que se guarda cuidadosamente en el bolsillo antes de entrar en un aeropuerto. «Algún día en el que me sobren una o dos horas me lo dejaré puesto, a ver qué pasa».
El ejercicio sería puramente empírico, McGoldrick sabe muy bien lo que ocurriría. Le separarían de la fila y le someterían a una minuciosa inspección secundaria que puede resultar humillante y extraordinariamente lenta. Todo por un gorrito. Si llevase una camiseta con letras árabes como la que vestía Raed Jarrar antes de subir a un vuelo de Jet Blue, le obligarían a darle la vuelta o a cambiársela por otra «porque los pasajeros se sienten incómodos», le dijeron. El eslogan de la camiseta, escrito en árabe y en inglés, era ‘No me quedaré callado’, pero los funcionarios del aeropuerto dijeron no poder estar seguros de que esa fuera la traducción correcta.
Solo en el primer año desde los atentados las denuncias que recogió el FBI por crímenes de odio contra quienes eran musulmanes o se les percibía como tal aumentaron un 1.600%. Hoy la comunidad musulmana, que representa menos del 1% de la población, genera el 14% de los abusos que se reportan al Departamento de Justicia, y eso que la mayoría se sufren en silencio porque las fuerzas del orden son precisamente las que iniciaron la caza de brujas. En los días y años que siguieron al 11 de septiembre peinaron los barrios musulmanes, sacaron a muchos de sus casas para arrojarlos en cárceles que eran agujeros negros, infiltraron sus grupos sociales con provocadores que les tiraban de la lengua para poder detenerlos y deportaron a miles de ellos por la menor excusa migratoria.
Para McGoldrick, que se educó católico y no se convirtió al Islam hasta que llegó a la universidad, retar la seguridad del aeropuerto es casi un acto de rebeldía que se podría permitir por haber nacido en EE UU en el seno de una familia privilegiada. Estudió en Columbia, es cantante de hip hop, trabaja en una asociación de derechos civiles. Para los inmigrantes musulmanes que hace un par de meses atendieron un acto organizado por la Policía de Nueva York, solo queda sitio para el resentimiento y la sumisión. Sus vidas están en manos del comisionado de Policía que intentaba hacerse su amigo, por mucho que a McGoldrick le asquease esa relación de poder. «Imagínate cómo debe hacerle sentir. Te pones delante de un grupo de 500 personas de una comunidad a la que has acosado, discriminado, hostigado, abusado, arrestado y arruinado sus vidas. Y encima la gente te aplaude, coge el micrófono para darte las gracias y se toma fotos contigo. No pude soportarlo, me marché sin probar la comida, para mí estaba sucia».
Registro especial
Hasta hace solo tres meses el Gobierno de Obama no puso fin al programa que desde el 11 – S obligaba a todos los hombres mayores de 16 años que procedieran de 24 países con alta población musulmana a un registro especial. Al principio muchos se acercaron a las oficinas de Inmigración de buena fe, sin imaginar que podrían desaparecer. De los 83.519 hombres que fueron minuciosamente interrogados, fotografiados y fichados, cerca de 14.000 perdieron su libertad y fueron deportados. Ninguno fue acusado de nexos terroristas, pero muchas familias fueron destruidas.
Como la de Adama Bah, una estudiante originaria de Guinea que tenía 16 años cuando el FBI la sacó de la cama una noche y la arrojó en un calabozo, donde la interrogaron durante casi tres meses. Su único delito era haber estudiado con un profesor buscado por el FBI. Y aunque nunca se probó ninguna de las sospechas, la investigación sirvió para deportar a su padre y la obligó a llevar un brazalete electrónico durante tres años. Sin el progenitor, Adama tuvo que dejar los estudios para ayudar a su madre a mantener a sus hermanos. Si la hubieran deportado, su familia en Guinea le habría mutilado los genitales para casarla, le advirtió su padre antes de que se lo llevaran. Gracias a eso logró asilo político.
Algunos encontraron aparatos rastreadores debajo de su coche. Otros escucharon del FBI información personal que solo podían haber obtenido de sus llamadas personales o correos electrónicos. Y en la calle las cosas no eran mejor.
«Todo eso propició un clima en el que estaba permitido discriminar a cualquier árabe o musulmán. Había incluso cierta comprensión cuando alguien no quería vivir junto a un árabe o sentarse a su lado en un avión. Y nadie se escandalizaba. Imagínate si eso se hubiera dicho de un afroamericano o un judío», explicaba Lena al Husseini, directora del Centro de Apoyo Familiar Árabe Americano.
Cuando esta palestina de Jerusalén participó en la apertura del primer colegio árabe bilingüe de Nueva York, la extrema derecha la llamó yihadista y las protestas obligaron a dimitir a su directora. «Aprender árabe no te convierte en terrorista, ¡ni siquiera te hace musulmán!», exclama estupefacta.
Tiempo terrible
La ciudad tiene 60 colegios bilingües sin que ninguno haya desatado reacción alguna. «Hace diez años a nadie se le hubiera ocurrido decir que los musulmanes intentaban conquistar el mundo. El 11-S lo cambió todo para peor. Este ha sido un tiempo terrible en nuestra historia. Hasta entonces nunca me había sentido diferente. Pero a partir del 11-S nos convertimos en algo peligroso que asusta a los demás».
A la virulencia del Gobierno de Bush le siguió el racismo que desató la elección de Barack Obama. Como no era políticamente correcto ofenderse por tener un presidente negro, le llamaron musulmán, y eso sí tuvo eco. «Ni siquiera Obama se escandalizó con que llamarle musulmán fuera una acusación. Se limitaba a negarlo», reflexiona irritado McGoldrick. «Tuvo que ser Colin Powell el que salió a decir: ‘¿Y qué pasa si lo es? ¿Le impediría eso ser presidente? ¿Cambiaría eso tu opinión de él como persona?’».
Para el director de CAIR en Nueva York, los musulmanes son un grupo fácil de sacrificar para cualquier político. «No representamos muchos votos, no tenemos mucho poder político, ni siquiera gran influencia académica… A los moderados que pensaban como Powell no les compensaba hablar». Al final toca el merecido repaso a los medios de comunicación, un espejo de la sociedad donde se forja la narrativa contra la que combate gente como él. «No deberían darle plataforma a esos discursos, deberían estar aislados como el Ku Klux Klan, que siguen diciendo cosas terribles pero solo en sus reuniones privadas con diez o doce blancos envenenados de odio. Mientras la sociedad no les repudie, será cómplice de su racismo».
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