viernes, 25 de noviembre de 2011

El Pueblo Egipcio quiere la caída de los Generales de Mubarak

EL CAIRO, Egipto. (ABNA) — Los gases lacrimógenos de fabricación estadounidense que las fuerzas de seguridad egipcias lanzan estos días contra los manifestantes de Tahrir han sido interpretados por los activistas de El Cairo como una metáfora más del papel que Estados Unidos ha jugado durante décadas en el país árabe.

Olga Rodríguez



Agencia de Noticias de Ahlul Bait (ABNA) — La injerencia estadounidense ha alcanzado elevados niveles de impopularidad en Egipto, como resultado de sus acciones en Afganistán e Irak, de su trato de favor a Israel y sobre todo, por su empeño en dar prioridad a sus intereses en la zona, a veces contrarios a su retórica pro democrática y a la voluntad y desarrollo de la sociedad egipcia.

Durante más de tres décadas los militares egipcios han sido la columna vertebral de los intereses de Washington en la región. Han actuado como aliados e interlocutores clave de Estados Unidos, motivados, entre otras razones, por la inversión estadounidense en el programa de entrenamiento militar conjunto Bright Star y, sobre todo, por los 1.300 millones de dólares que reciben al año de Estados Unidos, una cifra solo superada por la ayuda militar estadounidense al Ejército de Israel.

La inversión estadounidense se sitúa en el contexto del puzzle de Oriente Medio. Egipto es el país árabe más poblado del mundo, alberga en su territorio el canal de Suez y comparte frontera con Gaza e Israel. Un Egipto realmente democrático y libre de injerencias extranjeras podría facilitar un cambio de equilibrios en toda la región.

Ya en los años cincuenta, con el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, en el marco de la guerra fría, la administración Eisenhower intentó satisfacer ciertas necesidades económicas de los militares egipcios, en un intento por evitar que El Cairo cayera por completo bajo la órbita de influencia de la URSS.

Después llegó la presidencia de Anuar el Sadat y su decisión de firmar los acuerdos de paz con Israel en 1979, frente a la oposición del mundo árabe. Fue entonces cuando Washington comenzó a a aportar los 1.300 millones de dólares anuales que aún mantiene para el Ejército egipcio.

Tras el asesinato de Sadat en 1981, Hosni Mubarak se mostró dispuesto a consolidarse como aliado clave de Estados Unidos. Mantuvo los acuerdos de paz con Israel, ofreció apoyo público a la política exterior estadounidense en la región y permitió que en Egipto se encerrara y torturara a personas arrestadas por la CIA en el marco de la guerra contra el terror impulsada por George Bush tras el 11-S.

Desde la caída de Mubarak es el Consejo Superior de las Fuerzas Armadas -liderado por el mariscal Mohamed HusseinTantawi, ministro de defensa desde 1991- el que lleva las riendas del país.

Bajo su mandato, desde febrero hasta ahora, se han celebrado más de 12.000 juicios militares contra civiles, se han producido cargas violentas contra manifestantes, arrestos arbitrarios, torturas y abusos sexuales a mujeres detenidas, bautizados con el eufemismo de “test de virginidad”.

Uno de los capítulos más sangrientos tuvo lugar el 9 de octubre, cuando la policía militar cargó contra una protesta de cristianos y musulmanes que criticaban la falta de protección de las iglesias. Veintisiete personas murieron y cientos resultaron heridas.

El gobierno atribuyó las muertes a enfrentamientos sectarios. Es cierto que la tensión entre cristianos y musulmanes ha crecido en los últimos meses, jaleada además por algunos defensores del régimen, interesados en sembrar el caos. Pero en aquél incidente la violencia estalló a causa de la actuación de las fuerzas de seguridad. “Todos somos uno”, gritaban cristianos y musulmanes. Decenas de fotografías y vídeos muestran cómo vehículos militares persiguieron a la multitud y atropellaron deliberadamente a varias personas.

Organizaciones internacionales como Human Rights Watch han exigido una investigación independiente, pero las autoridades, en vez de investigar la actuación de los militares, han optado por arrestar a varios activistas, entre ellos el conocido bloguero Alaa El Fattah, firme defensor de los derechos humanos.

En los últimos días la brutalidad de la policía militar ha provocado nuevos muertos y heridos en Tahrir. Aún así, miles de personas regresan una y otra vez a la plaza para defender la revolución que les están robando.

Es en este clima de represión e impunidad en el que se van a celebrar las elecciones legislativas, en las que el voto se repartirá en tres fechas -la primera este próximo lunes - en función del distrito o provincia de empadronamiento. El Parlamento no estará constituido hasta marzo.

Hace unos días el gobierno interino presentó un texto para elaborar la nueva Constitución que concedería al Ejército potestad para revisar el borrador de la Carta Magna.

Fue esta maniobra la que desató la ira de los Hermanos Musulmanes, que entendieron este texto como un intento de frenar el poder que esperan adquirir a través de las urnas. Por eso el pasado 18 de noviembre abandonaron su connivencia con el Ejército para unirse a los miles de activistas que desde hace meses denuncian la violencia ejercida por las autoridades. De este modo se escenificó la ruptura entre dos de las grandes fuerzas del país: El Ejército y los Hermanos Musulmanes. Tras ello ambas partes han retomado las conversaciones y los Hermanos ha pedido el fin de las manifestaciones.

Pero una tercera fuerza, la de la ciudadanía movilizada, se mantiene en la calle para dejar claro que no va dejarse arrinconar. Su presión ha forzado al gobierno civil a dimitir y al Consejo Superior militar a fijar fecha para los comicios presidenciales.

El grito en Tahrir es unánime: "El pueblo quiere la caída de los generales”. Pero el Ejército mantiene secuestrada la revolución egipcia en este otoño del descontento.

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